miércoles, 2 de octubre de 2013

Cuaderno de Almanequero

La Manzana (7 a)  Epifanio
Manzana: Espacio urbano; edificado o destinado a la edificación, generalmente cuadrangular, delimitado por calles por todos sus lados (Diccionario de la Lengua Española)
(Escrito en la misma tarde en la que me vi por el Jr. El Comercio, como un viento atrapado en un árbol de hojas de plata) 

Primera Esquina
El niño que cruza la calle y prosigue de prisa me lleva unos metros de distancia, no más de veinte. Luce un gorro negro, casaca azul, pantalón blue jeans y zapatos negros que brillan como coraza de escarabajo. Tiene mi caminar. Es mi hijo, por su andar apurado lo he reconocido.
Juega con sus dedos como si quisiera atrapar el aire. Se detiene porque ha encontrado a  su madre. Se abrazan como si no se hubieran visto muchos años. Se besan. Nadie irrumpe en su alegría y juegan felices mientras caminan.
Ella se aleja y deja al pequeño niño con sus juguetes imaginarios y sus miles de amigos que no caben en la calle.
El continúa, pues el reloj a marcado la doce en punto del mediodía y dobla la esquina.
Yo le sigo porque me he vestido de viento y todo lo puedo.

Segunda Esquina       
El joven de caminar pausado enciende un cigarro y lo abandona. Avanza por la calle de árboles azules y deja su voz en el silencio pausado de su suerte. Su pie izquierdo detiene su marcha. Yo lloro por su rabia detenida en la pared pintada por grafitos, y me detengo en su corazón grande que late como una montaña.
Estudia idiomas que utiliza con las aves y mi estado de invisibilidad se agrieta con sus ojos sinceros y con la búsqueda de mi nombre en las vitrinas de la vida que no nos fue favorable.
Lo miro y pienso en mis poemas que maté en un cirujano, en la naranja que comí por temor al atardecer explosivo, en su madre que me amó con locura sana.
Mientras reflexiono y rememoro mis entrañas, me ha adelantado rápido y se ha perdido a la izquierda doblando la esquina como un papel que termina en avioncito rápido que él persigue desde mis ojos atentos.

Tercera Esquina
La tercera calle de la misma cuadra sostiene en sus postes y bares ala adulto que pasó como una tormenta, Hijos e hijas le siguen con sus pétalos para amar sus espinas. Las hojas de libros en blanco lo atormentan mientras camina, y si no fuera por la Luna y sus amigos los pájaros verdes como limones, acaso explotaría como dinamita en el fondo inalcanzable de sus minas abandonadas.
Camina como un alacrán perseguido por el fuego y se abraza del cabello de su madre para no morir de frío debajo del poste que alumbra la noche que no pasa. Sostiene polillas y alguna mariposa le habla de lo grande que es cuando sonríe, de lo glorioso que es por tener un pecho para todos. El solo calla y mira con otros afanes la vida que se levanta como un avión bajo sus zapatos húmedos de llanto. ¡Ah!, mi hijo que soy yo, no tengo palabras para detenerte, no tengo enredaderas para abrazarte, Solo un suspiro hondo sostiene mi corazón con el tuyo  y los sincroniza en el mismo latido del cosmos.
Escribe. Pinta. Canta, Toca la guitarra, la zampoña, el charango y la quena, y luego huye despacito con su agua de azahares,  por si el viento que no lo deja también lo acompañara a doblar otra esquina como quien dobla un pañuelo que sabe a lágrimas y tiempo.

Cuarta Esquina
El pelo blanco de mi hijo anciano se extiende desde los polos hasta el costado generoso de los ojos de todo ser viviente. Se detiene a conversar con los seres que no se ven y pregunta por su padre que ya no está como una larga carcajada.
No hay aquel que toma el pelo al buen vecino, ni el malhumorado sonriente de la existencia. Está solo él con su ancianidad a cuestas tratando de acabar la calle que le resulta familiar: su padre ha pasado antes que él por el mismo bar, y sabe que todo florece como el jardín que cuidó hasta el día en que se fue sin cerrar la puerta de los hijos que amó en silencio.
Quedan en la misma calle los cuentos y los poemas  que los buenos amores le correspondieron hasta elevarlo al grado de dios y querubín.
Lo puedo ver: su vejez es la misma de su padre. Tiene su fe y sus sueños también. Sus propiedades no pasan de dos zapatos gastados y su patrimonio es el amor que sembró a escondidas de miradas oscuras.
Usa el mismo bastón de cristal de su progenitor y, casi al final de la calle, un túnel de luz le permite ver a su padre en el vientre de su madre: guiñándole pues la vida que él le mostró es al final la misma cuadra donde todo lo serio no es más que una broma que nunca debió tomar a la tremenda, pues al fin y al cabo el termino del camino vital siempre fue el desapercibido e inadvertido comienzo.    
                       
William Guillén Padilla

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